jueves, 26 de mayo de 2011

Carlos Henrickson




AN OLD BLUES SONGBOOK
(Fragmentos)

Para Cecilia H.


XVII.

Cuando el cuerpo quiere
mostrar que existe, se desplaza, se
mueve, dice algo de sí en su mudez sanguínea,
se enerva: es el viejo animal oscuro del tiempo
en nosotros. ¿En ti? ¿Qué sé yo del tiempo
de las olas, qué
de la noche en esos países fríos, qué
de ti y el tiempo dentro tuyo, en ese lugar
donde el tránsito es un puro,
azul silencio? Yo sólo sé de mí, el aliento
quebrado por ese enfermizo amor del espacio
a su azaroso
cambio; el corazón latiendo como un bárbaro en caza, recordando
la suave calma de las pieles, la sanguínea
y mutua demanda bajo el indolente paso
del carnaval vacío, ese animal ridículo
que no nos reconoce ya, hechos hijos
de esa pieza ajena, de la caricatura mentirosa
de las horas mirándose, dormidas, en el
espejo cóncavo del roce de los cuerpos
inquietos, oscuros por una noche más larga que los días,
que allí fuimos
y somos.


XVIII.

¿Sabe el sol, saben
los limpios ríos o los enturbiados, los cielos
abiertos en este estío impúdico? Porque entonces,
sería tan simple preguntarles, conocer con certeza
cómo sin nuestros ojos, sin el tacto azul de las manos inquietas, anda eso
que le llaman
mundo; si la escena repetida, hora
tras día en este sueño mío, es tan sólo
eso, y no un trazo de victoria, no el principio
y el fin de algo deshaciéndose en un pleno
abrazo. Claro, es mentira todo,
la ambulancia, el muchacho de la
bicicleta, la distancia de un punto
a otro de las cartografías náuticas; lo sabemos, ya conocemos
las grandes conquistas del hombre cuando
quiso negar a las bestias murmurantes
que le quitaban
el sueño. Realidad, mundo, día de sol o suspirar
de aguas, qué es eso cuando
tomo todavía tu mano en la tiniebla. El gran tema de estas
canciones es la victoria; silenciosas celebran
una épica final y cansada, que en mi
boca no suenan como deben, envuelto
aún mi aliento en tu pelo
extendido, espalda
abajo.


XIX.

Pues claro que esto es intrascendente; éstas
guardan con las canciones de amor
la relación del niño y sus piruetas con los firmes y exigidos
seres de la adultez. Si dije que era
música de calle, es que estos blues no pueden
abandonar este rugir de los autos, esta mala
costumbre animal de los saltos pasmados antes
de dormirse, el transcurso falaz de uno a otro
lugar. La poesía podría decir algo sobre el amor
que estos blues no pueden. Y quizá esto no es el amor, acá nada interminable
se canta, y las estrellas se mueven, como el sol, solas, sin
que ninguno pueda hacerlas andar o detenerse. ¿Cómo, tendremos
que salir, y a pedradas forzar a que el Gran Tiempo sea
de nuevo aliado? ¿Para que salir de esta casa, si acá
hace tanto frío como afuera, y nunca aparece el dueño
de estos muros, y somos, como nunca, a nosotros
mismos iguales, cuando dormida tú,
encuentras en la sombra, sin
saberlo, al calor de ti misma hecho reflejo, a mi
tacto vencido por tu calma, cuando sigo sin cesar hallando en torno a mí ,
como fantasma de opereta,
lo inútil, la perfecta
ceguera, lo intrascendente
de este nosotros en plena, abismal, detención?


XX.

Puede que esto sí sea sólo
un sueño mío. Día tras día el amargo
caracol deja la baba de su camino, y no tenerla ante los ojos
sería olvidarse de la vida, volver a los años
de las buenas intenciones, creer que sólo una por la pura voluntad
se hacen las ciudades infinitas, distantes. Amor, toco esta
musiquita en el símbolo abstracto de esta esquina, y no es
la divina poesía del universo la que hace el compás. En esta encrucijada tan sólo
acompaña la guitarra del enemigo
oscuro, al pie de la higuera. ¿Me salvará el tap-tap del pie
sobre la tierra seca? ¿Me escucharán con ganas los borrachos
en el carnaval, o desdeñarán la música y los artificios, se ence-
rrarán en piezas ajenas de casas viejas, y en otros cuerpos de nuevo viviremos,
hasta el día final la victoriosa belleza de tu calma en mis brazos;
esta piel que me cubre del vacío, repartida,
toda la ciudad festejante de súbito
silenciosa, hecha un puro abismo
mudo, sin
final?


XXI.

La poesía, el mundo, seres de vida
y muerte: alguna vez se acaban. La retórica
menor y pobre de la música
popular de a poco construye la lápida del viejo lirismo: estos blues
quieren ser, entonces, grandes
epitafios, improvisa-
ciones acompañadas de cuerdas que no alcanzan a hacer
un instrumento, y quien las hace no sabe tocar
una sola nota de guitarra. Música de calle, armonías
de radioemisoras de recuerdos, todo, todo,
ya muy escuchado, repetido sin la menor muestra
de vergüenza. Una mera repetición de una cosa solamente:
vacío, detención, fin de mundo, la pura
nada de dos cuerpos cansados, afirmándose el uno al otro en la cuenca vacía de la historia:
tibios, nocturnos, mudos y porfiados ante
la metafísica agonizante. Afuera,
los niños irritados, sedientos de amor,
escriben poesía.



Carlos Henrickson
(Chile, Santiago, 1974): poeta y traductor. Ha publicado: Ardiendo (poemas), Y si vieras la mañana (cuentos y poemas), Aviso desde Lota (poemas) y En tiempos como éstos (cuentos). Mantiene inéditos los poemarios Teología sorda, An Old Blues Songbook y El desconcierto.

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Poesía del Mondongo

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