lunes, 23 de junio de 2014

Santiago Sylvester




4


Por su cerebro sólo pasan cosas simples:
la mano que lo ata, el bozal
enorme para los ojos próximos,
la pared de azulejos, extensa y pulcra,
los objetos que chocan entre sí
preparados para el reconocimiento.
Ya no aúlla a la luna,
ni lo emociona la memoria,
ni se distrae la boca
que no puede comer ni ladrar.


Exhausto de experiencia,
mira, toca superficies,
ya no escarba ni increpa.
El mundo es plano,
una propensión por lo concreto.



8


Una palmada, gruñe;
dos palmadas, muerde al aire;
tres palmadas, segrega en el vacío;
y así pasa el día, oyendo el vínculo
que lo ata sin seducción,
el idioma urgente que lo alarma.


El silencio, en cambio, lo hace saltar,
correr, buscar la calle,
irrumpir como sea;
pero luego lo aturde,
le empasta el salto, la irrupción,
y sólo oye palmadas.
Entonces gruñe, muerde al aire,
segrega en el vacío.



10


Apestando a perra,
pierde el control de su conducta.
Ya no le importa el hambre
ni los otros perros;
sólo el bramido del sexo
que lo obliga a moverse, girar
sobre la mesa,
apretar los testículos
como si sólo pudiera estar así,
aturdiendo a todo el mundo.


Luego controla la tensión,
el movimiento del cuerpo,
y mira al hombre de blanco:
siente piedad por él, su perra.




Santiago Sylvester
De "Perro de laboratorio"  - (1987)

Nació en Salta, 1942.


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Poesía del Mondongo

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